Libertad y verdad son palabras que van asociadas a la sucesiva condición que vehicula la poesía. Y, también, el estremecimiento, el asombro, la esperanza…, maneras, al cabo, de afrontar este sagrado oficio sin otra condición que no sea sentirse más humano, más mortal.
Tras la lectura de “La vida extrema” (Editorial Universidad de Alcalá de Henares. Col. De la luz, piedra y espejo), he tenido la certeza de que esas palabras citadas cobraban vigencia, intensidad, derramadas por las páginas de un libro que canta la belleza de lo ajeno, el dolor del indefenso, la niebla del pasado, lo estéril de la tristeza, la inocencia de la nieve…
Olga Bernad ha escrito estos poemas cerrando los ojos para iniciar un ensueño, para cantar desde su firme soledad a qué saben las heridas, los silencios, las tormentas: “En mis sueños, a veces/ todos los edificios se derrumban/ conmigo dentro, y yo,/ en medio del desastre,/ me quedo quieta y recta,/ mordida por el polvo, el domingo y la sangre,/ en pie sobre las ruinas”.
Licenciada en Filología Hispánica, Olga Bernad había publicado hasta la fecha, "Caricias perplejas" (2009), "Nostalgia armada" (2011), "El mar del otro lado" (2012) y “Perros de noviembre” (2016). Es este, pues, su quinto poemario y, en él, se aprecia un sabio dominio del ritmo versal, una expresividad perdurable que alarga su semántica y se hace un tanto más elástica.
Los textos forman un sólido corpus y se ordenan de manera unitaria, dadores de un discurso que afianza lo simbólico con lo cotidiano. Luminosos contrapuntos, sí, desde los cuales nace una palabra sensorial, pujante, que modula un cántico preciso: “Sé quien merece amor y eso me salva./ Sé caer de rodillas/ e hincarme en mis dos pies sobre la tierra./ Hace falta la misma luz suicida,/ la misma exacta oscuridad (…) Escucha:/ uno está solo siempre cuando ama,/ está limpio de orgullo./ De una extraña manera, no tiene corazón”.
Junto a las instantáneas e instantes citados, hay otros en donde los versos de la autora zaragozana se tornan revelación y conocimiento, memoria y diálogo con un tiempo y un espacio presentidos.Desde la frágil certidumbre del ser, el yo líricono se desconoce sino que asume la simiente de cada momento para alargar su universo, para aunar su conciencia y reconocerse, en suma, ante la unanimidad de lo finito: “Los adioses nos atan siempre al suelo,/ encarcelan por dentro,/ pesan, pesan…”.
Estamos, pues, ante una poesía donde habita también el bordón de lo biográfico, donde palpita una geografía cercana al lector. “Prefiero vivir a casi todo”, confiesa la poeta, y, a su vez, retorna hasta su propio origen y se deja ganar por la militancia de un sentirque nunca dejaindiferente.
Anota Antón Castro en su epílogo que estos “poemas aspiran a un definitivo ascenso hacia la luz y la plenitud”. Y a fe que lo consiguen, a través de un verbo honesto y corazonado: “Te perderás sin mí y aún no lo sabes./ Me perderé sin ti, yo lo sabía./ Buscaremos después los rastros del sendero/ para volver a casa y no habrá nada./ ¿Y qué es volver a casa si todo es intemperie?”