Tras la publicación en 2012 de "Hierba de noche" y "Raíz encendida" en 2014, Estefanía González da a la luz “Dios en la ría” (Bartleby. Madrid; 2022).
En esta ocasión, la autora asturiana ha conformado un poemario donde lo onírico cobra una relevancia sustancial. Ylo hace desde una variada esencia, desde una enriquecedora pluralidad. Porque en su afán de extender la semántica del sueño hasta el mismo extrañamiento, su verbo ahonda en esa visión socrática que concebía lo soñado como una expresión del anhelo. A su vez, asoma por estas páginas la consideración aristotélica que lo entendía como una forma de anudar nuestra capacidad de sentir. Desde esa óptica, pueden interpretarse algunos de los poemas aquí reunidos, en los cuales se suceden una serie de imágenes que devienen en susurros, certidumbres, visiones…, plenas de sugerente contenido: “No es real el verano de los bosques./ Un sueño de tibieza es/ extendido por el mundo./ Hipnosis de torcaces/ suavidad de esta piel./ No es posible el verano desde el invierno./ Se lleva el viento el aire y queda sólo/ lo concreto. No hay fondo. Montes/ tras otros montes tras los montes. Todo/ es filo. Nitidez de un ojo herido/ por aristas de sol”.
Dividido en dos apartados, “Cuerpo desnudo del invierno” y “Cuerpo de padre”, el volumen se ordena en pos de un referente axiomático: el de la búsqueda de un orden que ponga fin al desconcierto de un yo abrumado por la dicotomía que sostienen el amor y la muerte. Frenteal propio bordón de su palabra, la poeta ovetense asume la inefable búsqueda de lo más humano, de aquello que permita renombrar una verdad sensorial y sensitiva, capaz de hacer mudanza el corazón. Además, desde la anteriormente citada pluralidad interpretativa,se atisba la significancia platónica que entendía lo onírico como deseos reprimidos que podían ser liberados y convertidos en lícitos por la conciencia. Y así, parece expresarlo, en distintos momentos de alta temperatura lírica: “A escondidas me asalta el sueño./ Se me sienta en la cara y ronca bajo./ Se estira por mi espalda. No lo veo,/ pero vuelve pesado el pensamiento,/ un lobo muerto aún caliente./ La muerte de mi amado pone/ sus garras en mi pecho”.
En su lúcido prefacio, Jordi Doce expone con detalles las claves sustanciales del volumen y resalta que estos poemas “tienen mucho de fábula truncada, como si nos contaran un cuento del que faltan claves o detalles significantes”. Y, en verdad, en esta una exponencial virtud de Estefanía González, pues para completar el secreto de su razón poética es imprescindible contar con la complicidad del lector, quien desde el primer momento debe estar atento a la representación de sus distintos signos y conceptos.
Bajo el asombro de su verbo, hay también clarividencia, desnudez, luminosidad y una sobria capacidad de percepción que le permite, en suma, orillar uun decir que va desde los extremos de la vigilia hasta las aristas de la figuración: “Bajo una piel ardiente/ los latidos resuenan./ El fin del agua/ El arjé muerte./ Que nada nace/ de la ceniza./ Dejo palabras en su oído./ Arrojo cantos al estanque”.