Lejos de sus hogares, sin haber llorado todavía a sus muertos ni sacudido el polvo del camino, desorientados y privados de su pasado, cientos de refugiados ucranianos tratan de rehacer su vida en la región rusa de Riazán, en el mismo país que provocó su huida con la campaña bélica.
Riazán, 200 kilómetros al sureste de Moscú y una de las ciudades rusas más antiguas, acoge alrededor de 400 ucranianos en cuatro centros de refugiados, atendidos por una quincena de voluntarios que tratan de aliviar la difícil situación que atraviesan.
Son apenas una pequeña parte de los 2,5 millones de desplazados que, según las autoridades rusas, han llegado al país desde febrero pasado, algo que Ucrania ha calificado de "deportación forzosa".
Aunque algunos han sido cobijados por familiares, la mayoría reside en los 636 centros de refugiados dispersos por varias ciudades rusas.
El idioma ruso -natal para gran parte de los ucranianos del este del país-, la cercanía de la frontera rusa y la ausencia de otras alternativas, marcaron a Rusia como destino de muchos refugiados que buscaban ante todo salvar sus vidas.
Vita llegó a Riazán tras huir de la región ucraniana de Járkov, en el este del país y de mayoría rusohablante.
"Nos despertó el ruido de los misiles al sobrevolar la casa" la madrugada del 24 de febrero, cuando comenzó la ofensiva rusa en Ucrania, dice a Efe.
CUANDO LA GUERRA TOCA A LA PUERTA
Vita, junto a sus cuatro hijos, su esposo y sus padres, ha tenido suerte y vive en un apartamento de la empresa que empleó a los hombres de la casa, algo que no borra los horrores vividos.
Tras la llegada de los tanques rusos se cerraron las escuelas y las guarderías, comenzó a escasear la comida y quedaron sin agua y electricidad.
Lograban comer, recuerda, gracias a los militares rusos que compartían sus raciones.
"Los ucranianos nos declararon traidores, porque no nos tiramos debajo de los tanques rusos, porque los dejamos pasar en dirección a la ciudad de Járkov", que está 70 kilómetros al oeste de su hogar, comenta a Efe Tania, la madre de Vita.
VOLUNTARIOS AL RESCATE
Muchos refugiados no tienen familiares o dinero para alquilar una casa y se ven obligados a vivir en centros de refugiados.
Aunque el Gobierno ruso les ofrece techo, un pago de 10.000 rublos (163 dólares) y ayuda médica, psicológica y jurídica, quedan muchas necesidades por cubrir.
María, fundadora de un grupo de voluntarios que apoya a estas personas, confiesa a Efe que pensó en irse de Rusia "en cuanto comenzó la guerra", pero leyó en internet una noticia sobre un centro de refugiados y se motivó inmediatamente con esta idea.
Ha reunido a una quincena de voluntarios que recolectan artículos de primera necesidad, los organizan y entregan en los centros de Riazán, algo que según María, "es una gota en el mar".
Los refugiados se acercan a una mesa, donde les entregan bienes de primera necesidad: productos de aseo, ropa y calzado, lápices de colores y juguetes para los niños.
EL INFIERNO EN MARIÚPOL
Vladímir, un jubilado de 69 años que agradece los donativos, estaba en la ciudad portuaria de Mariúpol cuando comenzó la campaña militar rusa.
"El 12 de marzo cayó un proyectil frente a la casa. Saltaron los cristales de la ventana. Salimos corriendo y apenas en fracciones de segundos cayó otro, arrancó de cuajo la pared y destrozó dos habitaciones", relata a Efe.
Atinó a llevar consigo dos bolsos, con medicinas y documentos, y guarecerse en un sótano.
"Teníamos un mal presentimiento. Tras uno de los bombardeos salí del sótano y en lugar de la casa encontré una loma de ladrillos rotos y escombros. Todo destruido", dice.
No tenía pensado escapar a Rusia, simplemente huyó a donde pudo porque le "daba lo mismo quién disparara", la cosa era salir con vida. Ahora no piensa regresar. "Allá no me queda nada", zanja.
LA "BABA" SHURA, PERDIDA Y ENCONTRADA
La "baba" (abuela) Shura, de 89 años, estaba confundida y llorando junto a los escombros de una tienda en Mariúpol en medio de una balacera, cuando la encontró un militar ruso y la sacó de la zona de combate.
"Estaban bombardeando, saltaron los cristales de todas las ventanas. No había ni agua, ni luz, ni gas y salí con lo puesto a comprar pan", explica a Efe la anciana.
"Y en medio de eso comienzan los tiros alrededor, y yo parada, llorando, sentía cómo saltaba tierra y me picaba en la cara", añade.
Ella quería regresar a su casa, pero el militar la llevó consigo. Después, semanas de viajes rumbo al norte, hasta Riazán, donde gracias a voluntarios logró contactar con su hijo para regresar a su casa.
UN DISPARO EN LA NUCA
Alexandr, de 52 años, sobrevivió de milagro el asedio de Mariúpol: su arterioeslerosis le limitó desde el principio y solo podía conseguir agua gracias a su yerno, que iba a buscarla a un pozo cercano.
"El 16 de marzo pasó por casa, dijo que iba por agua y después desapareció. Días después unos vecinos nos dijeron que un francotirador le había volado la cabeza", relata.
Esto sucedió, añade, una semana antes de la entrada de los rusos en la ciudad.
"Toda esta sangre, todo este dolor, hace un tiempo no podía contarlo sin llorar. Era un estado cercano a la histeria", confiesa.
Asegura que regresará a Mariúpol: "aquí no tengo ni casa ni trabajo, allá al menos están las tumbas de nuestros abuelos y de nuestros ancestros".
Mientras entrega la ayuda a los refugiados, María asegura haber comprendido que lo que más necesita esta gente es "atención humana".
"Comienzan a hacer planes de vida, comienzan a hablar de otro modo, celebran cumpleaños y bodas", afirma María, para quien ayudar a estas personas es importante, porque ve "cómo la gente resurge de sus cenizas", sonríe.
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Cientos de refugiados ucranianos tratan de rehacer su vida en la región rusa de Riazán, en el mismo país que provocó su huida con la campaña bélica
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