Entonces y ahora

Publicado: 16/03/2025
Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Por aquellas fechas no existían cinturones de seguridad ni cascos para la cabeza
En estos tiempos que vivimos, donde nos cubrimos las manos con guantes para coger la fruta y hasta el papel higiénico se desinfecta, todos los días me pregunto cómo coño pude sobrevivir a la insalubridad de aquella Isla en Franco y Negro retratada por Quijano, cuando el culo se limpiaba con papel de estraza y las gaseosas chorreaban el óxido de la latilla sobre el gollete de la botella. Eran años de prohibiciones, de sotanas y de colas. Colas para todo. Colas para el futbol. Colas para el cine. Colas para los churros y colas para comprar un octavo de pimentón en la tienda del barrio.

Los niños andábamos todo el día por la calle con las moscas de caballo brincando sobre las mataduras de nuestras rodillas y el aire que respirábamos estaba contaminado por cagajones de mulos y borricos. El botiquín de casa se limitaba a una bolsa de hierbas, polvos de sulfatiazol y pastillas de Piramidón. Si te pegabas un cabezazo con el quicio de la cómoda de la abuela, una perra gorda con aceite te bajaba el bollo sin que te dieras cuenta. Si te torcías un tobillo, una palangana con agua caliente y sal te lo ponía suave como la vaselina. Los paños calientes para los dolores, el vinagre para las picaduras y el yodo para los granos, completaban el servicio de urgencias casero. Y donde se ponía un buen candié, que se quite tanto rollo de bífidus y de leches con pamplinas.

Por aquellas fechas no existían cinturones de seguridad ni cascos para la cabeza. Había carritos de madera zumbando cuesta abajo con un niño a bordo frenando con las suelas de las alpargatas. Bicicletas de alquiler con el manillar descentrado. Manchones llenos de latas y cristales rotos. Sarampión, rubéola, paperas, tifus, piojos, ladillas, cucarachas talla XXXL y grillos negros con pecas. Las calles olían entre huevo podrido y basura descompuesta, y el levante aromaba el ambiente de pestazo a matrona, atrayendo mosquitos como avionetas.

Vinagrillos de la vía, moras del cementerio, algarrobas del observatorio, camarones del porreo, mazorcas crudas, higos chumbos, palmitos, cañadú y batatas asadas con retama, formaban la dieta callejera de los niños. Sin limpiar ni enjuagar.

Había Puente Lavadera, Caño Herrera, Casería y Zaporito sin lanchas de salvamento ni socorristas. Los niños mayores hacían esa función. De comer en casa, arroz con bichitos, lentejas con piedras, manzanas con gusano, y mortadela rancia. Y para beber, un botijo de barro donde los niños con boqueras mamábamos uno detrás de otro.  

Sosa, jabón verde y estropajo formaban el equipo de aseo, y si las costras se ponían difíciles, una buena refriega de aguarrás te dejaba chachi. Los cables de la luz pelados colgaban de las paredes y los interruptores de porcelana, siempre rotos, eran una autentica amenaza. Pero nunca ocurría nada. Un desagradable calambrazo y un, sus muertos tós, y listo. A seguir.

Había la creencia de que más de un huevo a la semana daba tiricia, que el agua engordaba, que el coñac era bueno para el resfriado, que el aceite de oliva estreñía, que el puchero quitaba el frío, que bañarte en los esteros en invierno te protegía de los catarros y que besar una estampita de la Virgen hacía milagros.

Los niños vestíamos pantalones cortos todo el año. En pleno enero, los rosetones en los muslos se volvían de color morado y había que tratarlos frotándote con las manos, previamente calentadas con el propio vaho. Algunos hasta nos dábamos reglazos para entrar en calor.

En fin, que pasó el tiempo y nos convertimos en abuelos sin apenas darnos cuenta.

Ahora, cuando veo las cosas tan cambiadas, la higiene tan controlada y mis nietos tan bien protegidos, me pregunto: ¿qué les pasaría si alguno se comiera la raíz de un pioburro, cabeceara un balón de badana con cordones, se restregara el capullo con lechetrezna, trepara hasta lo más alto de un eucalipto, buscara descalzo chatarra en el lapero, cogiera gusanas en una pieza podrida o peleara en una guerrilla entre barrios a cantazo limpio?

No se. No lo tengo muy claro. Con esa duda desconecto el teclado y acabo por hoy.

 

 

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