El protagonista de la noticia es un lord inglés, de nombre Alistair McAlpine, en su día, asesor de la dama de hierro, Margaret Thatcher. Durante la semana pasada hubo quien divulgó que estaba implicado en un caso de pederastia. La noticia era falsa, e incluso ha provocado dimisiones en la BBC, pero para cuando fue confirmado el error, el titular se había extendido a golpe de tweet de manera vertiginosa, como un virus en el disco duro de un ordenador. Tanto, que el lord ha decidido denunciar por difamación a los diez mil tuiteros que propagaron el rumor como el que airea que se ha ligado a una celebridad, e incluso ha fijado las indemnizaciones exigidas en función del número de seguidores de cada uno de ellos.
Si el caso prospera puede sentar un -peligroso o no- precedente, pero supone de por sí una advertencia hasta ahora desoída sobre la responsabilidad a la hora de hacer uso de las redes sociales, donde de todo queda rastro, hasta de nuestra propia inocencia -también de nuestra estupidez- a la hora de despotricar de alguien, como hasta ahora solía hacerse en cualquier reunión ante la barra de un bar.
Hay quien sostiene que las redes sociales han puesto de manifiesto nuestra tendencia natural al exhibiciomismo. Lo contamos todo, lo compartimos todo, lo retratamos todo y lo aireamos todo. Tanto que, hoy en día, ante una entrevista de trabajo, le dan más importancia a tu perfil en Facebook que a tu propia experiencia profesional, sobre todo si tu perfil está bien documentado. Más de uno ha lamentado haber subido las fotos de su última borrachera, víctima de esa incontinencia a la que nos empujan unas modas contra las que no comulga todo el mundo, y tampoco hace falta ser un lord inglés para no comulgar con modas.