Ha muerto Salvador Távora, el artista, el director, el poeta, el escritor, el esteta, el sabio, el flamenco, el torero, el amigo, el intelectual, el andaluz. Desde su infancia en el sevillano barrio del Cerro del Águila, mamó el flamenco y la pobreza, desde la que surgiría, poderoso, el coloso que trenzaría en su obra sus tres pasiones íntimas: Andalucía, la justicia social y la libertad. Távora era – es– el arte, pero el arte con mensaje; el arte que sueña con imposibles y con mundos mejores. Arte, puro arte, pero con mensaje. Mensaje que queda y perdura cuando las guitarras ya se guardaron en sus fundas y cuando el escenario quedaba a oscuras y solitario. Todos se habían marchado, pero el mensaje enraizaba para siempre en nuestros corazones.
Y Távora se convirtió en teatro. Fundó el grupo La Cuadra y con su primera obra, Quejío, un lucero refulgió en el firmamento del arte. Después le seguiría una obra que emocionaría a andaluces y españoles, a españoles y europeos. Ya maestro, alumbró obras cuyo eco aún resuena entre nosotros, Andalucía Amarga; Las Bacantes y, sobre todo, la monumental Carmen, ópera andaluza de cornetas y tambores, con el que obtuvo un éxito internacional incontestable.
Y supo que la hondura andaluza, su quejío ancestral, su arte arcano, brotaban con compases flamencos. E hizo flamenco al teatro y teatro al flamenco. Música, ritmo, compas, imagen, diálogo, entonación se conjuraron para dar nacimiento a auténticas obras maestras, vanguardistas pero con hondas raíces en la tradición. Sublimó al toro bravo como el animal sagrado que desde los atlantes adoramos en estas tierras donde el mar antiguo del Mediterráneo besa al impetuoso Atlántico. Hizo volar al caballo andaluz, hijo del Céfiro. Cantaores y cantaoras, con su desgarro, acompasaron los dramas lorquianos, como Yerma, o clásicos, como Las Bacantes. Távora se hizo teatro, nos hizo teatro. La Andalucía subterránea, con sus misterios; la justicia social, con la denuncia de sus desigualdades y la radical libertad de creación y pensamiento configuraron el mensaje de un auténtico intelectual andaluz que, con su obra, teorizó más Andalucía que con cien volúmenes metafísicos sobre su esencia inasible.
En su teatro se percibe el alma andaluza, esa alma súbdita del reino de los sentidos, ciudadana de la república de las emociones. Sus honduras siempre se ocultan tras el espejismo sensorial en el que nos reflejamos. Por eso, el maestro Blas Infante, frente al pienso luego existo cartesiano, contrapuso el grito esencial andaluz de pienso y siento, luego existo. Távora fue un infantiano convencido, por eso formó parte del patronato de su fundación. Con él, sentimos Andalucía, comprendimos Andalucía. Algunos confunden nuestro gusto por lo sensorial con la mera superficialidad, nuestra alegría, por la simpleza. Pobres, no conocen de los veneros milenarios en los que bebe la sabiduría de nuestro pueblo. Porque somos antiguos, relativizamos el dolor; porque fuimos grandes, despreciamos los dorados de hojalata de los becerros de oro del siglo. Y Távora, ofició de sacerdote ancestral con la epifanía de su obra grande, la liturgia de belleza y hondura sobre el altar de los escenarios. Y tanta poesía le habitaba que la hizo germinar en libros, buenos libros. Con Almuzara editó un bellísimo libro Quince relatos cortos y las tres marías, que nos adentraba en el universo fragante y luminoso en el que habitaba su alma grande. Alma grande que voló a los espacios transparentes y luminosos de las personas buenas y grandes. Távora, para siempre, será el fulgor estremecedor de esa Andalucía milenaria que nos conforma y enamora. Gracias maestro, por haber sido como fuiste, por haber parido lo que pariste.