Disney le debe tanto a
La sirenita que entristece un poco el destrozo propiciado por
Rob Marshall -qué esperábamos de tan mediocre director- en la adaptación del ya clásico de la animación, señal evidente de la reciente deriva de la compañía, tan falta de nuevas ideas como desalmada a la hora de convertir títulos como
La bella y la bestia, El libro de la selva, Aladin o El rey león, en películas con personajes reales para seguir haciendo caja y alimentar la fantasía de las nuevas generaciones según los cánones vigentes, que en este caso sitúan a la joven Ariel más cerca del universo de los
Bridgerton que del clásico de
Hans Christian Andersen.
La sirenita, dirigida en 1989 por
Ron Clements y John Musker - aquí vuelven a participar como coguionistas junto a Jane Goldman y David Magee-, es la película sobre la que se sustenta el imperio Disney en nuestros días, la que la salvó de la quiebra y con la que abrió una de las etapas artísticas más memorables de la centenaria firma a lo largo de una década prodigiosa de la que forman parte
La bella y la bestia, Aladin, El rey León, Hércules..., a las que hay que sumar la incorporación del proyecto
Pixar con
Toy story al frente.
Memorable de principio a fin, pese a traicionar el texto del cuento original, el filme estableció las bases narrativas sobre las que se iban a apoyar el resto de producciones siguientes, a partir de unos guiones muy cuidados, la perfecta caracterización de los personajes y el apoyo en vibrantes y melodiosas bandas sonoras que, en este caso, contaron con la inolvidable partitura de
Alan Menken y Howard Ashman -fallecido un año después del estreno-.
En este sentido, todo lo bueno que encontramos en
La sirenita (2023) es lo que conserva del filme de animación -diálogos y canciones, fundamentalmente, junto a alguna que otra secuencia calcada (la del ataque del tiburón, el incendio en el barco o la del paseo en barca) y el gran trabajo de la debutante
Halle Bailey-, unido a sus excepcionales efectos visuales; el resto es un postizo que pone en evidencia la torpeza de Rob Marshall como narrador -en la secuencia final hay algunos planos sonrojantes, incluido un zoom televisivo-, así como el empeño por extender más allá de las dos horas la cinta con el añadido de tres números musicales prescindibles de un poco inspirado
Lin Manuel Miranda.