“He llegado a la conclusión de que la política es demasiado seria para dejarla en manos de los políticos”. Charles de Gaulle.
Al tiempo que cantaba Manolo Escobar aquello de Viva el vino y las mujeres, toma castaña de España, sonaba Jarcha en plena transición: “Pero yo solo he visto gente que sufre y calla, dolor y miedo, gente que solo desea su pan, su hembra y la fiesta en paz”. Las hembras no estaban dentro del grupo de gente, sino más bien en el de ocio y esparcimiento de la gente principal, que era el hombre, un hombre al que no gustaba ir a los toros y que ella se pusiera minifalda. Y qué duda cabe que ese rancio dominio es la ubre que alimenta al violento y que hoy, al margen de desigualdades, es casi historia, al menos para esa gente normal que son mayoría y son mujeres y hombres. Pero cada 8M debemos pararnos a reflexionar, mirar atrás, ver lo que aún falta, no perder la perspectiva de que el objetivo es la convivencia amable entre géneros y, cómo no, la absoluta igualdad de oportunidades en todos los sentidos de la vida, el hecho que somos afortunadamente -y a Dios gracias- distintos. La certeza de que el violento, o violenta, no tiene cabida en una sociedad que debe proteger al débil sea éste quien sea y todo ello sin perder el ánimo de seducir, jugar al amor sin fronteras, sin temores, sin violencia. Porque amar es de largo lo mejor de la vida, en sus diferentes versiones.
Versiones tantas como tipos de mujeres hay. Y de hombres. De todas ellas, uno, que practica la búsqueda de los equilibrios entre lo nuevo y aquellas costumbres de antes porque lo más sólido suele venir envuelto en pellejo viejo, se embelesa con, quizás, el animal más elevado en la pirámide de los seres vivos y es aquella dueña de sí misma y empoderada, felina, inteligente y muy femenina que, incluso, para desconcertar y por placer, se pulveriza con gotas del mejor perfume de hombre para confundir a su entorno de géneros. De locos.
Dicho esto en la idea sencilla de esparcir gotas de gramática generosa sobre el 8M, el hecho más llamativo del momento es lo poco que dura el último escándalo porque enseguida viene otro que le sustituye y, claro, el interés del televidente se difumina ante Gaza, Ucrania, Putin, Puigdemont o la amnistía cuando Koldo y su trama se hace con el hueco de pantalla por unos días hasta que otra cosa le vence, le aparta, nada es lo suficientemente potente para resistir ante la siguiente trama, escándalo, guerra. Y en todas hay siempre un denominador común, la nula responsabilidad política porque, de hecho, no existe un concepto jurídico que la defina o delimite.
En nuestro régimen jurídico encontramos en el art. 108 de la Constitución: “El Gobierno responde solidariamente en su gestión política ante el Congreso de los Diputados”, y la Ley de Transparencia y Buen Gobierno, por lo que respecta a esto último, hace un listado de los principios de buen gobierno a cumplir por los miembros de todos los gobiernos del estado, autonómicos, diputaciones, ayuntamientos y sus altos cargos y fija las infracciones y sanciones en la gestión económica y en la de gobierno. Las consideradas muy graves se sancionan con la destitución del cargo que se ocupe salvo que ya hubiesen cesado y no podrán ser nombrados para ocupar ningún puesto de alto cargo o asimilado durante un periodo de entre cinco y diez años. El procedimiento sancionador quedará en suspenso si se ha iniciado la vía penal.
Esto es todo lo que hay regulado que puede incluirse dentro del concepto de responsabilidad política, eso sí, enmarcado dentro de un garantista procedimiento sancionador que respete la presunción de inocencia como principio y derecho constitucional y limitado a los miembros de los gobiernos y altos cargos.
Utilizar la historia de la democracia no sirve para concluir lo que es asumir responsabilidad política porque ha dependido del momento, de la fuerza del gobierno o del partido en el que es miembro a quien se le pide y de la estrategia e impulso mediático que haya tenido el partido que la exige. En España dimitir son muy pocos los que lo han hecho, casi nadie. Y, desde luego, diputados o senadores por hechos en cargos de gobiernos anteriores no se recuerda ninguno. Se conocen bastantes casos de diputados o senadores que fueron alcaldes o concejales y estuvieron inmersos en casos de corrupción y nadie les pidió que entregaran el acta. Pero ahora, sin que Ábalos esté imputado, parece que hay mayoría exigiendo su dimisión de diputado e incluso el PSOE, incumpliendo su reglamento, se la ha pedido. Cuando salió el caso Yak-42, Trillo, sin estar imputado, presentó a Rajoy su dimisión de portavoz de justicia del PP, pero no dejando su acta de diputado. Rajoy no se la aceptó y González Pons mantuvo que “Trillo ya no debe dimitir porque ya no es ministro de Defensa”. Casos similares los hay también en el PSOE. Como hay cientos de casos de colaboradores de gobernantes pillados por corruptelas y no hubo cese ni dimisión de nadie. El distinto criterio y el variable listón de la exigencia de responsabilidad política se debe a su falta de definición y una vez delimitado que se pueda aplicar a todos por igual, sin depender de la subjetividad ni de intereses políticos y mediáticos. Un código ético de la gestión política sería la única solución.
Ocurre que la responsabilidad política bien entendida no interesa a los propios políticos porque en ella entra una diversidad de actuaciones de las que nadie se libra. En 1879, la Asamblea Nacional constituyente francesa estableció la responsabilidad política del siguiente modo: los ministros serían responsables morales de todos los males presentes y los que pudiesen seguir derivados de su mandato. En EEUU y Reino Unido existe el proceso de destitución, lo que se conoce por impeachment, proceso parlamentario en el que quien ha hecho algo inaceptable, sea de gestión o de ética o moral o ha engañado al congreso o a los jueces o a obstruido su labor, tiene que dar cuenta ante las dos cámaras en un proceso casi de juicio y éstas, de forma independiente cada una, pueden declarar su destitución o su inhabilitación para funciones similares o autorizar que sea juzgado por los tribunales ordinarios de justicia o quedar en efectos meramente políticos. Bill Clinton fue sometido a este proceso, pero el senado le exoneró.
Definiciones de la responsabilidad política hay muchas, la de Faget de Baure: “Es un útil invento para evitar la enojosa alternativa de tener que seguir soportando a un incompetente o, en caso contrario, no tener otra salida que encarcelarle. Su fin es, por tanto, desembarazarse del político indeseado, cualesquiera que sean las causas, sin más trauma que ese, el de prescindir de él”. O la muy interesante de Giuseppe Ugo Rescigno: “Se es responsable de los errores de la propia gestión y es también claro que se es responsable de la propia actuación. Pero con frecuencia se deduce por actuaciones ajenas a uno mismo, esto es, por las actuaciones de aquellas personas a las que, al designarlas para ciertos cargos, se otorgó confianza política, o por las de aquellas otras de las que muy racionalmente pueda pensarse que han actuado siguiendo instrucciones, o que de ninguna manera habrían actuado como lo hicieron si no fuese porque pensaban que tal actuación gozaba del consentimiento de sus superiores jerárquicos”.
Responsabilidad política no implica la comisión de un delito, la debería de haber cuando los políticos para ganar las elecciones engañan deliberadamente al pueblo; cuando los que gobiernan priorizan intereses políticos o personales a los intereses generales; cuando se toman decisiones o se realizan actuaciones que provocan consecuencias no deseadas, pero han lesionado los intereses ciudadanos o han provocado perjuicios de algún tipo; cuando sale a la luz actos inmorales. La hay también por la obligación in vigilando y la in eligiendo, cuando son subordinados directos los que cometen alguna actuación incorrecta que el político conoció o debía conocer. Por su parte, los de la oposición no tendrían que estar exentos de responsabilidad política por engañar o manipular a la opinión pública, por obstruir seriamente la gestión de un gobierno, también por actos personales inmorales. Pero ¿quién dimite por estas cosas?, ¿a quién se le cesa?, ¿a quién se le pide responsabilidad política por ellas? Tiene que implicar un escándalo de grandes dimensiones o que políticamente a los “suyos” les interese dejarle caer.
Responsabilidad penal implica la comisión de un delito que a diferencia de la responsabilidad política sólo se exige a quien lo ha cometido y no se extrapola a superiores. Además, los ilícitos están perfectamente tipificados y delimitadas las condenas y el proceso judicial es garantista de la presunción de inocencia o, al menos, debería serlo. Una vez imputado un político, va de suyo la responsabilidad política con la dimisión o cese en su cargo, aunque también ha habido casos que ni eso. En cambio, cuando resulta ineludible la política es cuando la penal resulta condenatoria. A nadie escapa que muchos políticos han sufrido algo mucho peor, la llamada pena de banquillo con el juicio paralelo de los medios y la opinión pública, que una vez imputado le tratan como condenado, olvidando el pobre y frágil Estado de Derecho del que sólo nos acordamos cuando nos interesa, resultando muchos años después absuelto.
La cultura de la responsabilidad política que incluye la cultura de la dimisión radica en la aceptación de que la dimisión no supone la muerte política, por regla general y salvo mucha gravedad, porque, una vez reconocida la responsabilidad, se extingue con el abandono del cargo y no le impide poder volver a ocupar otros. El problema es que la responsabilidad política, la verdadera, no existe en España, por esto sólo se pide, y no en todos los casos, en el marco de un proceso o investigación judicial que salpica o se intuye que le va a salpicar al político. Esto hace que la sociedad equipare la dimisión con la responsabilidad penal y, por tanto, con la muerte política, quien dimite queda amortizado y no podrá volver a la vida pública. Con este asentado criterio social, la exigencia de responsabilidad política como consecuencia de una posible responsabilidad penal o incluso de una posible investigación judicial supone que cualquier abogado aconseje que no dimita porque será difícil evitar que todos, incluido fiscales y jueces, piensen que la dimisión confirma la culpabilidad penal. Y si es cesado, ¿cómo negar la participación, cuando su superior ha creído en su participación? La dimisión o el cese en España, al no estar ligada a la verdadera responsabilidad política, se estigmatizan con la criminalización y ayuda dejar a un lado la presunción de inocencia.
A todo esto hay que sumar la judicialización de la política, con el uso de demandas y querellas como forma de erosionar políticamente al contrario, aunque al final no lleguen a nada, el juicio público desgasta y más si se asiste a un rosario de denuncias. Y, finalmente, la politización de la justicia que opera cuando la actuación judicial persigue o ayuda a objetivos políticos y, más aún, en la medida de la dependencia política que exista.
No hay democracia ni estado de derecho cuando la política y la justicia se mezclan, cuando, además, no existe exigencia ni asunción de las verdaderas responsabilidades políticas y se lleva al pueblo a pensar que sólo van unida a posibles responsabilidades penales. Son unas reglas de juego basadas en la autodefensa del sistema político, con casillas de aforamiento, traiciones, distintas fuerzas con las que cuentas doble o triple y debilidades que te hacen retroceder o te mandan a la casilla de salida, juzgado, prisión, con dados trucados para que salga el número esperado y dos atajos: la banca y la sala de prensa, gana quien consigue llegar a la meta y la meta está en la urna.