He llegado a este 8 de marzo con un libro entre las manos, que siempre será una de las mejores maneras de asomarse al mundo. Se titula
El tiempo que llevamos dentro y lo ha escrito la poeta Pepa Caro bajo el compromiso de dar voz, forma y emociones a un grupo de mujeres del medievo, casi una saga familiar, que habitaron hace unos ocho siglos el mismo suelo que hoy pisamos, a caballo entre Arcos, Jerez y El Puerto. Un tiempo del que solo habían llegado a nuestros días las gestas de la reconquista, protagonizadas siempre por hombres, el vestigio patrimonial del pasado y los ecos de alguna devoción cristiana, pero nunca la perspectiva histórica y social desde la que las mujeres de finales del siglo XIII asistían obedientes e invisibles al paso de los días bajo el estricto cumplimiento de unos roles que, si me apuran, han permanecido en muchos casos subliminalmente intactos hasta antes de ayer.
“Yo era niña dichosa entregada a mis labores en la casa de mis padres, aprendiendo a ser mujer sin sospecha ni mengua, viendo en mi madre su buen semblante ante los infortunios, firme y severa reprendiendo nuestras faltas, diligente en el gobierno de la casa, antenta para servir y dar sosiego a mi señor padre”. Así se describe a sí misma Brianda de Magaza, el personaje que inaugura esta novela histórica plagada de relatos individuales, interconectados entre sí a lo largo de varias décadas, y con los que recomponemos en alguna forma el vacío o la represión existencial de un grupo de mujeres de las que solo se esperaba que atendieran las tareas del hogar, parieran descendientes y rogaran en misa a un Dios temible y justiciero.
Caro nos lleva en su libro de la mano por casas palacio, almenas, alcobas, capillas y conventos, chozas, caminos y calles impracticables, el río que conduce a la mar, bajo luces y sombras, entre silencios y llantos ahogados, mientras un grupo de mujeres hace frente a su impuesto y pretendido paso instrumental por la vida, ya sea como madres, como nodrizas, como sirvientas, como novicias, como amantes, como brujas, o como decoración, pero aferradas a un coraje interno desde el que poco a poco también emprendieron pequeñas conquistas, mínimas, que constituyen la base y el origen de una igualdad que hoy día, tantos siglos después, aún hay que seguir reivindicando desde las calles y desde cualquier otro foro.
Ya lo escribí en otra ocasión. Nunca, en todos los años de mi juventud, presencié entre las parejas con las que salía cada fin de semana ni un mal gesto, ni sometimiento, ni broncas, que fueran consecuencia de un machismo exacerbado, pese a que nuestro día a día estuviese rodeado de prácticas, conversaciones y estereotipos machistas de los que costaba percatarse entonces y que incluso nos tomábamos a broma. Del mismo modo, nunca me sentí ni más ni mejor que cualquiera de mis compañeras en clase -algo similar puedo decir de mi experiencia laboral-, y creo poder decir lo mismo de lo que pensaban el resto de mis compañeros sobre ellas.
Y entiendo que si ha sido así es porque obedecía a una cuestión de educación que emanaba a partes iguales desde el ámbito familiar a la propia escuela -pública, por cierto-, sin que pretenda con ello dar lecciones de una supuesta superioridad moral, sino como un ejemplo común que, a tenor del presente, parece haberse desviado del objetivo con el paso de los años bajo la severa influencia de determinados roles y modas -maldito reguetón- y una ineficaz lucha entre feminismos que, más que aclarar, confunden sobre la máxima aspiración que nos une cada 8 de marzo, y a cuya confusión ha contribuido el precipitado énfasis con el que el Ministerio de Igualdad ha pretendido abanderar la fecha con un proyecto de ley que no parece haberse sometido ni al corrector del word.
La igualdad es aún una conquista social pendiente. Así lo dicen los datos y así podemos percibirlo a diario. Lograrlo es algo que nos compromete a todos, y eso nos exige conquistas diarias mínimas, como la de la educación que inculcamos y compartimos, que es de nuestra exclusiva responsabilidad.