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Martes 26/11/2024
 
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Sevilla

La contracrónica: el alma de la feria

El título da para mucho debate: que si los sevillanos, que si los caballos, que si los trajes de flamenca, que si el baile, que si las casetas... Pues no, el alma de la feria esta llena de trabajo y no todos son tan rentables como parece, aunque hay que tener “un algo” para soportarla

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El título da para mucho debate: que si los sevillanos, que si los caballos, que si los trajes de flamenca, que si el baile, que si las casetas... Pues no, el alma de la feria esta llena de trabajo y no todos son tan rentables como parece, aunque hay que tener “un algo” para soportarla.

Hagan la prueba y den una vuelta por el real sin pensar en el rebujito o en el plato de jamón que van a intentar que le ponga el amigo de turno. Antes de llegar ha habido cientos de servidores públicos que le han facilitado las cosas: conductores de autobuses o de metro, policías, inspectores, barrenderos, electricistas... El balance de esta parte ya lo hace el Ayuntamiento pero su trabajo es fundamental para que el resto haga el suyo, aunque no siempre se miran bien y no siempre tienen los mismos intereses. Es lo que tiene ganarse la vida con la diversión, que unos controlan y otros sufren a los controladores.

Pero volviendo al alma del que hablaba al principio, no me diga que si no estuvieran esos feriantes que nos ponen el caldito calentito cuando ya se nos cae el alma a los pies usted sería capaz de llegar a casa o continuar con la fiesta. Centenares de personas llevan organizando desde muchos meses (algunos las apalabran desde el año anterior o incluso antes) la caseta, lo que se comerá y se beberá, y quien lo servirá. Arduo trabajo de organización en el que es básica la confianza y el saber trabajar, porque cuando hay crisis, ni se puede perder un duro ni puedes dejar que te lo pierda el camarero con el que trabajas. Y “despidos” en la feria siempre hay.

Y ahí está la historia: hay dos cosas que diferencian a las casetas, sus propios socios (los hay mijitas hasta para decorar los servicios y los hay dejados hasta para pagar la cuota) y la “cuadrilla” que la lleva. Y si ésta es buena, no sólo repite, sino que es capaz de estar pendiente de diez casetas a la vez. Ahí va el trato y el negocio, porque cuando la sonrisa se encaja en la cara del socio (comer se come, pero beber mucho más), no hay nada que le dé más confianza que saber que al día siguiente va a tener su cartera perdida o su mantón a buen recaudo. Muchas horas y aguantando muchas cosas, que no todo es baile, cante y disfrute en una caseta. Suelen pagarse bien, pero no tanto como antes, cuando hacer tres ferias te permitía comer para todo el año.

Y este año menos. Las inspecciones han venido desde el primer momento y si antes era la comida o el extintor lo que miraban con lupa, ahora ya nada se libra y vienen hasta con la cita para Hacienda preparada. Manoli es autónoma, tiene a cuatro trabajando y a todos dados de alta, papeles que tuvo que enseñar a la inspectora, más los de prenvención de riesgos laborales y justificantes de todo lo que había comprado. ¿Y las facturas? Señora, que nosotros trabajamos con albaranes, cuando termine la feria se hacen las facturas. Ah, pues el miércoles me las enseña todas en la oficina. El lamento recorre toda la feria: “trabajamos para ellos, aquí se gana más bien poco”, decía mientras mezclaba su esfuerzo con los que se llevan los dineros y no les cae ni tres días de cárcel, que yo trabajo por mi familia, que nos están asfixiando...

Trabajar en la feria no es fácil y no todo el mundo es capaz de aguantar diez días a piñón fijo mientras el resto se divierte. Cuando la cortina se echa (algunas a ritmo de ‘La Internacional’ y con el puño en alto, un espectáculo más que curioso, por cierto), en ella pernoctan muchos de los que al mediodía siguiente nos estarán sirviendo el arroz: precario campamento montado sobre los servicios, entre sillas o tras (o encima) el mostrador. Aunque esto está dejando de ser lo habitual, más que nada porque muchas casetas cierran sobre las tres y no te da el alba como antes: ahora todo el mundo tiene coche o un familiar que te deja un piso, para desconectar unas horas, y son muchos los que vuelven a sus pueblos de origen, a esos habituados a empezar las ferias en abril y terminarlas en septiembre, o más. Pero sigue quedándose alguno (o algunas) cuidando de la caseta o le pasan el testigo a los seguridad.

Normalmente las empresas que se dedican a esto tienen su propia plantilla de ‘seguratas’ fijos a los que se unen algunos más o menos conocidos y otros que no tienen más remedio que tirar de ellos: está el simpático y amable que se conoce el nombre de casi todos los socios y se queda con tu cara en diez segundos; está el que tiene complejo de policía (algo esencial si te toca una caseta con pases o cerca de una de las de distrito); el que no se entera de nada; y el que parece que está en la puerta de su casa... De todo hay en la viña del Señor, aunque la clave siempre es la misma, que los de fuera y los de dentro no choquen y que ni entren los problemas ni se creen en el interior de la caseta.

De la caseta al Real

La figura del 'segurata' separa el trabajo más o menos reglado del interior de las casetas y el del exterior, en el que se mezclan un sinfín de personas buscándose la vida que va desde el que vende algodón de azúcar o tiene el puestecillo de chuches y tabaco (detalle interesante cómo se surten éstos últimos, otros que tienen que tener los papeles en la boca para que no les requisen el material) hasta la que se gana la vida vendiendo globos sobre unas plataformas. A una gallega me la encontré en esas alturas y tras preguntarle por su trabajo, dejando claro que no era poli sino periodista, me dijo: ¿cuánto me pagas?... ¡Qué daño ha hecho ‘Sálvame'!...

Y luego están los alegales/ilegales/paralegales... No sé cómo definirlos: un ramo de clavellinas puede costarle a las vendedoras entre diez y quince euros, depende de quien les surta y de dónde vengan, pero la venta es otra cosa, o dos un euro o diez por cinco euros. Depende de si quieren comprar o hay que convencer de que te los compren, de si llevas dos horas dando vueltas o siete, si hace calor o si está embarazada (“Carmen, que está preñá, dale un euro y que por lo menos venda algo...”, palabras textuales de mi acompañante, una flor para él y otra para mi)... Pero todas coinciden en lo mismo: si viene la Policía, les requisan todo lo que tengan...

Más difícil era hablar con los que venden tabaco. Fiarse se fían poco: el cartón lo sacan a 20 ó 30 euros y venden el tabaco a cuatro o a cinco euros, depende de las horas y de la cara de desesperación del fumador. A ellos también les requisan el material pero suelen ser más escurridizos que las vendedoras de flores, aunque suelen advertirse unos a otros. De hecho, tienen más de un código para alertarse aunque el de ¡agua! sigue sirviendo: hay maderos cerca.

Y de los que viven de la ilegalidad (cacos, chorizos, buscacarteras y descuideros de toda índole y calibre) no les voy a hablar, para eso están los partes de actuación policiales y, sobre todo, porque ellos no forman parte de esos maravillosos “pringaos” que se buscan la vida con la diversión sin fastidiarte la tarde o la noche... “Jefe, pon una rondita más y tres vasitos de agua pa'las gitanas, que llevan tres horas dando vueltas sin vender ni un clavé...”

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