Tienen entre 30 y 45 años. Echan la vista atrás tan sólo por unos minutos y recuerdan lo que era una vida profesional y personal enjaretada. Un rumbo aparentemente despejado. Un buen día, sin embargo, se vieron con unas pocas pertenencias abandonando su país, su cultura y su familia para salvar la vida.
A Alma Burgos, salvadoreña de 35 años, la bombardeaban diariamente con mensajes de muerte. Las maras del Departamento de la Libertad en el que estaban su hogar y sus raíces la expulsaron, entre otras cosas, por su condición de mujer del colectivo LGTBI. “Poner los pies en España significó salvar mi vida”, recuerda esta profesora de Universidad y directora de una radio en su país. “Tenía una vida hecha. Tuve que empezar de nuevo”, rememora en un hilo de voz en el que no se vislumbra nostalgia. “Hay esperanza poniendo voluntad. No descarto conseguir ser profesora de nuevo aquí en España. Estamos hechos de sueños”, afirma.
Alma es una de las beneficiarias de las ayudas concedidas por el Servicio de Atención a la Comunidad Universitaria (SACU) de la Universidad de Sevilla para personas refugiadas o de países en vías de desarrollo. En las dos convocatorias que hasta ahora se han lanzado (cursos 2016/2017 y 2017/2018) han sido un centenar de personas las que se han podido beneficiar de estas ayudas al estudio, con las que se les paga la matrícula y la manutención. Pero con las que, fundamentalmente, se les intenta dar una oportunidad para retomar sus vidas donde las dejaron.
Con una prestación como ésta, por ejemplo, Alma Burgos está cursando el Máster en Comunicación y Cultura de la Facultad de Comunicación, y María Alejandra Rosario intenta en la Escuela Superior de Arquitectura convalidar sus estudios obtenidos en Venezuela.
María Alejandra tiene 45 años, dos hijos adolescentes y a su madre a su cargo. “Era funcionaria, pero me hicieron la vida imposible cuando me opuse a la corrupción que existe en mi país. Me vetaron. No tuve más remedio que salir”, explica siendo consciente de que, en estos momentos, su país está en el ojo de la comunidad internacional.
María Alejandra ha recibido 2.700 euros para manutención más el pago de la matrícula. Para poder mantener a su familia, trabaja por las tardes de teleoperadora. “Recibimos también ayuda de una ONG que trabaja con el Banco de Alimentos. Lo poco que puedo enviar, se lo hago llegar a mi familia en Venezuela para que puedan comprar comida”, relata.
Alma y María Alejandra salieron de El Salvador y Venezuela huyendo de la violencia y las amenazas. España para ellas ha significado, significa, la esperanza de continuar en el camino. Aunque no es fácil. Alma reconoce que le costó confesar su condición LGTBI. “Traía ese miedo, aunque me decían: aquí eres libre”, explica. ¿Abandonaste ese miedo o tienes motivo para pensar que no todo está conquistado? Por su condición de periodista, está bien informada, así que su respuesta no se hace esperar: “Comparado con mi país, y aunque hay mucha lucha otra vez con estos temas, aquí la suerte es que hay leyes”, sentencia. Leyes y, sobre todo, redes sociales (esas que se toman un café y te escuchan, no las de 140 caracteres o likes), que son las que salvan a los refugiados en sus primeros meses en la condición de exiliados.
“Cuando solicitas asilo, las miradas son muy diferentes. Hay que quitarse la idea de que los refugiados somos personas que no traemos nada. Quizás no traemos muchas cosas materiales con nosotros, pero traemos lo más importante: una trayectoria vital”. Todavía recuerda Alma que llegó a España con dinero sólo para el alquiler de una habitación para un mes después de vender sus pertenencias en El Salvador a prisa y corriendo para escapar cuanto antes...
“Mis compañeros se quedan impactados cuando les cuento las cosas que me sucedieron en Venezuela. Todo allí es más difícil. Tengo familia allá todavía, después de que mi hermano, que trabajaba en el Metro, tuviera que salir también del país”.
María Alejandra y Alma son dos de las cien historias que se esconden tras las ayudas concedidas por la Universidad de Sevilla. En un punto bien distinto está el caso de Elizabeth Contrerao Marín, mexicana de Michoacán, de la ciudad de Tacambaro. Su ayuda es en calidad de área en vías de desarrollo. Elizabeth sabe que tiene billete de regreso para su casa.
“En estos casos, la prestación está dirigida a que los estudiantes se formen y se empoderen académicamente para que vuelvan a su país y su estancia fuera revierta en mejoras allí”, explica Ana López, vicerrectora de Servicios Sociales y Comunitarios. Tanto López como María Eva Trigo, directora de la Oficina de Cooperación al Desarrollo, coinciden en que uno de los escollos con los que se topan estos estudiantes es con el reconocimiento de los títulos, una cuestión cuya solución “tiene que venir del Gobierno”. En las dos convocatorias que hasta el momento se han lanzado, los beneficiarios han sido alumnos de Doctorado y Máster. Pero empiezan a venir también de Grado. ¿Pueden ellos beneficiarse de las bonificaciones de matrícula que existen en Andalucía? “Hay un vacío legal”, reconocen López y Trigo, que puede ser subsanado por la Comunidad Autónoma en su decreto de precios públicos, en el que, hasta ahora, hay exenciones para las víctimas de violencia de género y para las personas con discapacidad.
Alma es consciente de que ella es para sus compañeros el rostro del Salvador, un país asociado a la violencia y la pobreza. “Sé que debo ayudar a romper con esos estereotipos” y conseguir que las palabras del poeta Roque Dalton definiendo a los salvadoreños (“Los que nunca saben de donde son”) dejen, al menos fuera de la poesía, de ser ciertas.