Hasta hace unos años en la Isla había unas zonas donde la hierba crecía a su antojo. Entre las especies podían verse algunas trepadoras como la hedera, otras como el amor de hombre y la aptenia preferían el suelo y sus flores rojas y lilas ponían la nota de color a aquella superficie verdosa que dejaba entrever la tierra. Nosotros ignorábamos sus nombres porque a todas se las llamaba corre corre o matojos y si trepaban, la cosa cambiaba a enredadera.
Era frecuente verlas por los desaparecidos manchones, junto a las casas en ruina o muy deterioradas. Apreciar sus brotes entre tantos cascotes resultaba milagroso, porque el agua que las regaba era el de la lluvia, buches que el cielo les regalaba durante el otoño, que el invierno conservaba y la primavera premiaba con un verdor casi negro.
Estas plantas ahora adornan los parterres, son como una alfombra que abrigan o refrescan los arbustos que crecen en estos pequeños jardines destinados a aportar una nota de color al paseo diario. Claro que la costumbre hace que las ignoremos o que reparemos en ellas cuando las vemos pisoteadas por los no tan niños o por los adultos que acompañan a sus mascotas mientras se alivian. Plantas que transforman este maltrato en el alimento y las caricias que las ayudan a desarrollarse.
Sin embargo hay otras en las que se repara aún menos porque crecen escondidas tras los muros de las casas en ruina. Son unas higueras cuyo crecimiento espontáneo encuentran oportunidad en estos lugares, abriéndose paso entre el silencio y los pedruscos que un día formaron parte de la pared de una alcoba. Afortunadamente van quedando menos zonas en este estado lamentable, pero en las que están es frecuente ver esos tallos larguísimos coronados por las cincos puntas de sus hojas, oteando desde lo alto.
Había una enorme en el Castillo y un montón de ellas en el histórico Colegio Naval. Recientemente desapareció la que acariciaba la espadaña delantera de San Francisco, tan delgada que parecía un rascador y las que quedan se encuentran en la trasera de la Casa Lazaga y en la de la Cruz Roja. Esta puede verse por encima del muro medianero que linda con el aparcamiento y es curioso apreciar el trabajo con que la mece el levante.
Son los testigos mudos de la particular historia que albergaron estos hogares, los últimos eslabones que al unen a su antigüedad, la que quedará sepultada con ellas cuando la pala excavadora empiece a trabajar. Levantemos un poco la vista, contemplémoslas y concluyamos que los días las acercan a este irremediable y estruendoso final.